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El castigo de las 300 palabras

Hace varios años, estaba trabajando con una chica en el ámbito de las medidas judiciales en Madrid. Esta adolescente, tenía 14 años recién cumplidos y me acuerdo bien porque nada más alcanzar los 14 años ya estaba cumpliendo su primera medida judicial. Debo recordar que en España la edad mínima de responsabilidad son esos 14 años tal y como especifica la Ley Orgánica 5/2000. Lo que sigue está basado en hechos reales.

Adelaida tenía 14 años, pero desde luego era mucho mayor en lo que a “mentalidad” se refiere. No había vivido una vida catastrófica como se podría imaginar uno, ni tenía graves complicaciones a nivel funcional o de características de la personalidad. Simplemente, no había quien pudiera “parar” a Adelaida cuando se enfadaba. Recuerdo bien que yo la intimidaba bastante y que desde el primer momento en que la conocí, en los despachos del Juzgado de Menores de Madrid una tarde cualquiera junto a su madre, esta sensación se mantuvo hasta el final de la medida judicial. Nadie podía controlar los ataques de ira que “la daban” cuando creía que se estaba siendo injusto con ella; ni su familia, ni sus profesores, ni la dirección del instituto en el que estudiaba, ni siquiera los policías que la detenían habitualmente por la calle mientras se metía en líos. Curiosamente, su primera medida judicial venía amparada por un delito dentro del ámbito familiar que era precisamente al que yo me dedicaba en exclusiva.

Adelaida, no tenía mal aspecto. Para nada. Era pequeña físicamente para su edad y con una mirada muy infantil. Sin embargo, rápidamente pude observar cómo sus ojos se llenaban de rabia incontrolable cuando algo no la cuadraba. En una misma sesión estos cambios eran muy obvios. De reinar un clima de calma y tranquilidad a convertirse repentinamente en un terremoto a punto de arrasar todo lo que estuviera a su alcance.

Decía que yo la intimidaba porque me lo contaba abiertamente y porque lo compartía con el resto de profesionales que trabajaban con ella. Sin embargo, yo más bien creo que lo que la intimidaba era lo que yo representaba. Se podría escribir un buen libro sobre esto, ya que ella no respetaba ni siquiera a la policía, pero sí me respetaba a mí y a determinadas compañeras a las que derivé para trabajar específicos aspectos del cumplimiento de la medida judicial. En cualquier caso, lo que en un principio era intimidación, poco a poco se fue transformando hasta evidenciarse en el afecto y reconocimiento que nos tenía al equipo de profesionales que trabajamos con ella.

En algún momento de la intervención tuvo algún incumplimiento de las pautas que había marcado. Esto es algo normal y de hecho hasta beneficioso en un punto, ya que estas puntuales faltas de compromiso con las obligaciones pautadas suponen, sin ninguna duda, una oportunidad de trabajo y por lo tanto de crecimiento para el adolescente. Me acuerdo sopesar bien qué consecuencia iba a plantearla para reparar el daño causado, finalmente la planteé que quería que escribiera una carta de 300 palabras.

Todavía recuerdo cómo abrió sus ojos atónita y cómo se empezó a enfadar ante la impotencia y frustración de ser consciente que nunca antes en su vida había escrito ninguna carta y mucho menos 300 palabras. Había escrito cientos y cientos de mensajes en el móvil a sus amigas y en sus redes sociales, pero lo que se dice coger un bolígrafo y redactar 300 palabras era básicamente una tomadura de pelo. La verdad es que yo mismo me asusté de la tontería de exigencia que había planteado. Claro que podía sentarse a escribir un par de líneas, pero siendo realistas me había “pasado” con la cantidad de palabras, Adelaida y yo lo sabíamos. Éramos conscientes de que aquello no era una consecuencia sino un castigo. Más bien, era una penitencia.

Acompañé a Adelaida a los despachos donde trabajan mis compañeras y las comenté lo expuesto anteriormente. Adelaida no dejaba de mirar al suelo y a las paredes, callada y con los ojos inyectados en sangre sin apenas responder a los mensajes motivadores de mis compañeras ni a mis pausadas y lentas indicaciones.


La actividad consistía en que Adelaida debía escribir un cuento de una niña que se llamase Adelaida, que tuviera 14 años y que acabara de incumplir una norma previamente establecida. Debía describir en ese cuento qué había pasado antes, qué hizo, cómo se sintió y finalmente que sucedió en el futuro.


Me ahorro muchas líneas de anécdotas y circunstancias variopintas de Adelaida desde que la dejé hasta que regresé un par de horas después para comprobar el resultado de la actividad o, mejor dicho, para confirmar mis más evidentes sospechas de que no iba haber escrito más allá de 3 líneas.

Sin embargo, los adolescentes son una caja de sorpresas. Cuando regresé Adelaida estaba felizmente conversando con mis compañeras. Se la cambió un poco la cara cuando me vio, transformándose en una especie de odio fingido que realmente escondía una gran curiosidad por ver mi reacción ante su trabajo….estaba expectante, esperando ver mi asombro y deseando recibir su merecido reconocimiento.

Como ya podrá anticipar, Adelaida, había conseguido realizar la actividad, estaría genial que les dijera que había escrito más de 300 palabras, pero la realidad es que no me acuerdo exactamente, lo único seguro es que efectivamente las había conseguido escribir y que, de manera milagrosa, el texto, el cuento que había escrito era sencillamente brillante. De hecho, era literatura de la buena.

El texto de Adelaida era sencillamente genial, describía la mente y las reacciones de un adolescente mejor de lo que había leído en mi vida.

En Adelaida confluyeron dos elementos muy potentes. El primero era el conjunto de técnicas educativas que empleamos para potenciar su motivación a realizar la tarea. El segundo era que Adelaida se encontraba profundamente “cabreada” cuando empezó a escribir y esto hizo que no tuviera que pensar nada, simplemente su cuento era pura realidad. Describía mejor que cualquier manual de educación emocional lo que le estaba sucediendo al personaje de su cuento, la frustración, la ira incontrolable, la necesidad de descargar la rabia, el bajón tras el subidón de adrenalina, la visualización del error, el posterior arrepentimiento interno y la construcción de una estrategia o argumento para no asumir su responsabilidad.

Era una barbaridad. Me quedé perplejo cuando lo vi con ella y con sus educadoras, pero cuando me senté en mi mesa de trabajo a leerlo con detalle, tuve que enseñárselo a mis compañeras y llamar a su madre. Para ese momento, Adelaida debía estar ya cogiendo el transporte público con su mismo semblante, pero con un orgullo interno más grande que toda la estación de tren.

No quería en este Episodio 15 desarrollar las causas y procedimientos que mágicamente son tan reparadores en el arte de la escritura. No quería animarle a que su hijo adolescente escriba cartas o cuentos amparándome en los equis beneficios que tiene. Quería compartir con usted un ejemplo real de cómo fue el momento inmediatamente previo. Adelaida fue la primera en ser víctima de “El castigo de las 300 palabras”, después de ella vinieron unos cuantos jóvenes, con resultados muy distintos, pero Adelaida fue la que argumentó y sentó las bases de que la escritura puede ser una herramienta sanadora de valor incalculable.


Cuando su hijo esté muy enfadado, frustrado o bloqueado, pídale que lo escriba.


Yo utilicé la técnica de que escribiera un cuento con un personaje que fuera ella misma. Un alter ego. Bueno, utilice lo que usted crea mejor, pero créame, si se juntan las condiciones oportunas será testigo de toda una sorpresa que superará sus expectativas.

Por cierto, ¿hace mucho que usted no escribe nada?

 

Coslada, 9 de marzo de 2021.

 

Dedicado a Adelaida (sabes tu nombre real donde quiera que estés) y a todos los que sufrieron el castigo de las 300 palabras.

Recomendación: Free Bird, Lynrd Skynrd